jueves, 5 de junio de 2014

María luz Albuja Bayas

Quito, 1972. Estudió Artes Liberales en la Universidad San Francisco de Quito y obtuvo su maestría en Estudios de la Cultura, con mención en Literatura Hispanoamericana, en la Universidad Andina Simón Bolívar. Ha trabajado como docente en las áreas de Literatura Hispanoamericana, inglés y español en diferentes colegios y universidades del país y del extranjero (Estados Unidos, Francia y República Popular China). Ha logrado importantes premios en concursos nacionales de cuento y sus textos han sido publicados en diversas revistas literarias nacionales e internacionales.
Sus libros publicados son: Las naranjas y el mar (1997), Llevo de la luna un rayo (1999) y Paisaje de sal (2004). También ha incursionado en la literatura infantil, así como en la narrativa y ha participado en encuentros y festivales de poesía. Actualmente prepara su poemario La pendiente imposible.
Poemas de María Luz Albuja

A continuación se presenta una serie de poemas que tratan de diversos temas:
Voy a mentir

otra vez
a cantar, intacta,
como si el cielo y las montañas 
convivieran detenidos en mi cuerpo.
Voy a volar hacia el asombro de los sentidos
que aún me esperan con la fuerza de una metralla
con horror a ser descubiertos en su fragilidad mortal
en su infinita conquista del mundo.
Voy a juntar los días 
como un rompecabezas que tuviera compostura.
Navegaré por sus aguas traviesas
sin detenerme a mirar el derrumbe.
Aunque la voz del regreso me grite
aunque su lava me quiera arrastrar,
subiré poco a poco la cuesta de las palabras
venceré la pendiente imposible
y sola
como siempre
cumpliré con mi deber.


Bastaría con que el correo 
-en el que envió cartas y fotografías a mi madre-
se extraviara.
Bastaría con que se cayera el avión que me debe llevar dentro de poco a mi ciudad
para que junto conmigo desaparezcan los diarios,
los poemas, las fotografías, sus negativos
y toda evidencia de mi existencia terrena.
Permanecería en la memoria de quienes me quieren
mientras no les diera un infarto cerebral, como le ocurrió a mi abuelo,
que olvidó el sabor de la naranjilla, su propio nombre y hasta el rostro de mi abuela.
Sin embargo aquí estoy,
atesorando las voces de mis hermanos,
jugando con ellos en un parque donde nunca estuvimos de niños,
invocando a mis padres,
dibujando mi sombra en los fragmentos que me quedan de su errancia.
Y no importa que después ya nadie sepa de nosotros,
pues el absoluto es hoy,
y en su fuego de relámpago
brillamos.


La poesía me llama 
desde la superficie rugosa donde se ocultan las palabras.
Jamás podré descifrarla
porque entreteje sus fibras con el hilo de su propia luz.
Intento besarla pero no puedo.
Se me escapan sus cuerdas de metal,
sus ligeras cuentas de oro.
La poesía se parece a mi dolor
pero su rostro no se contrae como el de una criatura
porque ella no es criatura ni palabra nombrada.
Es la palabra que se quedó en el silencio.
Lo demás
Todo
Nada
le sobra.

En el secreto quejido de las cosas
en el granizo que desordena las nubes
en el rodar de los pedregales que se desploman
se encuentra escondido el silencio.
Sus claves, en algún sitio,
acaso en el velador que aún guarda las piedras preciosas del sueño,
harapos magníficos que hicieron posible el amanecer
soledades con alas.
Tal vez la bombilla que abriga las noches nos diga por dónde empezar a buscar
o tal vez la noche 
sin luces ni atavíos
nos lleve al recuerdo luminoso de su prehistoria.
Mientras tanto el ruido seguirá apropiándose de todo
tapará los abismos de tu desesperación
como las nanas que acariciaron tu cuerpo en la cuna
y lograron salvarte la vida.
Un día ya no podrás evitarlo.
Vendrá el silencio.
Traerá en los ojos el polvo de tanto encierro
y el rostro cubierto de hollín.
No le temas.
Despacio lo habrás de limpiar, hasta ver tu reflejo en su piel.


Tu cuerpo
despedazado por la multitud
entregado a los verdugos que no conocen el perdón a sí mismos
necesita que lo abraces como si fueras tu propia madre
la hija abandonada que no supo regresar del invierno
la amiga enterrada.
Sáciate con la dulzura que palparon tus labios 
cuando una jovencita te sacó de su vientre 
y te alimentó pausadamente entre sus brazos
mientras la luna cabeceaba detrás de la neblina
y en la distancia alguien 
tal vez
encendía la radio.
Recuéstate bocarriba
-siempre fue hermoso el azul entrecortado por las copas de los árboles-,
escucha esa voz que jamás te dejó de llamar
(aún en los días amortiguados por las misteriosas pastillas 
que ahora curan la tristeza).
Detén la insistencia de las palabras.
Enciende tu luz.


Ojalá los labios probaran aquello que el cuerpo no alcanza a tocar:
la niebla remota que invade los corredores
y compite con el frío en su carrera por alcanzar el descanso.
El descanso que no existe.
Ojalá los labios pudieran decir lo que el cuerpo no entiende.
Entonces las olas resbalarían sobre sí mismas
en una danza capaz de invocar al silencio.
El silencio que no existe
porque hace tiempo le robaron el nombre
y ahora camina por el mundo sin palabra que le corresponda.
La palabra que no existe.

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